Adiós a la infancia.
Aquel
día sería diferente, mes de Marzo de un año que marcaría por siempre el final de una etapa vivida con la inocencia de los niños de entonces, buena conducta, obediencia y respeto por los mayores Etc. Mi niñez tan especial como de cuento del que nunca despertaría, en esa madrugada la vida que no se detiene me haría abrir los ojos a una realidad que– pienso hoy– no debió ocurrir. Deseaba quedarme así por siempre, pequeña, insignificante, solitaria hasta en mis juegos de fantasía en un mundo de cristal.
El otoño estaba cerca y
se sentía el aire fresco, apenas iluminado por los rayos del sol cada vez más
lento en aparecer.
Siempre pensé que en esa época del año sus primeras canas, (la del sol claro)
saldrían de a poco, algo así como pequeños hilos de luz de luna que se
hubieran prendido a él durante la noche y proseguir brillando al día siguiente.
Pensamientos de niña de doce años aún, faltaba poquito para los trece.
Había culminado mi primera etapa en la educación primaria. Comenzaba la siguiente: secundaria por decisión de mis padres pupila en un colegio religioso privado en la ciudad. Debía abandonar el pueblo, alejarme de todo ese universo que fue mío solamente y despedirme silenciosamente de todo su encanto como así de sus mitos y costumbres.
Dejar la casa con sus patios a los cuales les puse nombre de acuerdo a sus características según los momentos especiales que me recuerdan hoy lo bello, el descubrimiento de tantas cosas, los cumpleaños con fiestita, las navidades, los juegos. En un todo: adiós a la alegría.
En
la casa todo era movimiento, mi mamá dando órdenes, al tiempo que me
preguntaba:
–¿Estás lista?-
–¡Sí! Respondí.
Mi corazón latía con cierta fuerza y pegaba fuerte, no quería mirar atrás, mucho menos abrazar a mi papá más serio que de costumbre, creo que tambien él se quedaba solo sin su "mascotita" de juegos domingueros.
Escribo estos recuerdos y siento un nudo en la garganta, porque de todos modos él ya no está y siento esta soledad tan fría como este día lluvioso de invierno helado.
Subimos
al coche que nos esperaba después de haber cargado maletas y otras cosas más; “Las necesarias”, habría dicho mi madre.
Hicimos
un viaje relativamente corto por autopista, me entretuve mirando todo el
paisaje que iba pasando rápido, tanto, que por momentos no alcanzaba a retener
las imágenes. De cualquier modo iba muy callada, sumida en mi estado
natural, ejercer pensamientos profundos…
Ingresamos
a una pequeña ciudad. Llevaba puesto mi
primer uniforme del colegio de secundaria, color azul marino, zapatos raros,
nada que ver con lo anterior a ese día. ¡Cómo cambiaría mi vida a partir de
entonces!
En
un momento me encontré frente a una enorme puerta casi igual a la de la iglesia
del pueblo, las dos hojas de la misma se abrieron y una monja saludó a mi mamá
con una inclinación de cabeza, lo cuento porque me pareció un acto casi
reverencial.
Nos invitó a pasar, me
dejaron sola en una gran sala con pocas paredes, grandes ventanas con vidrios de esos que
tienen imágenes de muchos colores, el ámbito estaba impregnado de un silencio
que yo no conocía.
Me senté en un lujoso sillón de madera similares a las que veía en
las películas, tapizados de terciopelo color púrpura. Todo olía extraño, aún
hoy no puedo definirlo.
De pronto una puerta se abrió, mi mamá se acercó se despidió con un
–Desde hoy, a demostrar tu buena educación.–
Se despidió de mí con las recomendaciones de siempre,
las que toda mamá da a sus hijos: que no esto, que no aquéllo y no sé cuántos
otros NO.
¿Saben? No me dio un beso, no un abrazo. Ésos fueron los más tétricos NO.
Sin
voltear su cabeza, dándome la espalda, caminó erguida como una reina en sus dominios dirigiéndose a la salida. la gran puerta
se cerró provocando un ruido solemne y allí quedé por unos instantes mirando el pasillo vacío como mi existencia misma.
Nunca me había sentido tan sola como en ese momento…
Yolanda Ojeda
La que vivió para contarlo.
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