Para leer y disfrutar.
Una perdiz
Inocencia gentil de niña impúber. Cuando
avanza atenta por el trillo, vistiendo una pollerita recortada y su blusa bien
ceñida, es una adolescente llena de gracia y melindres, que irradia simpatía.
Su traje tiene el color del pasto de otoño, cuando el sol de las tardes
herrumbrosas se tiende largamente y bajo la dulzura de sus rayos horizontales
madura el día, el campo, la vida, el tiempo… Color de pasto maduro, con una
oscura perdigonada que le motea el lomo.
Ésta, la nuestra de ahora, se halla desteñida
y desmadejada por el cautiverio. Además le cuelga un ala rota como si llevara
un brazuelo en cabrestillo.
Así inválida y triste, buscando siempre una salida
inhallable, recorre el zócalo interno del jaulón, en un deambular ansioso,
acompañado por unos breves píos de polluelo, nítidos como chispitas de cristal.
En ocasiones, vencida por el cansancio o el desaliento, se echa en un rincón
polvoroso y recuerda…
Amable soledad de aquéllos campos desiertos,
mañanas tibias y hermosas que descendían gloriosamente del cielo; y también
aquéllas muy frías en las que andaba descalza sobre una como membrana de
escarcha que endurecía la gramilla. Siestas candentes de estío, en que el sol
vaciaba a plomo todo su carcajada de fuego, y ella, oculta entre los pastos tostaba en ese fuego
el reclamo de sus silbos temblorosos… Tardes largas y buenas, de lumbre de
miel, cuando al regresar de sus andanzas recogía de paso alguna semilla.
Maravillosas noches en que el cielo, como un infinito campo celeste, llenábase
de otras perdices de oro que aleteaban
de gozo… Ella, igual que los lirios del campo, no sembraba ni tejía y, sin
embargo, nada faltaba a su sustento.
La vida transcurría como en un paraíso
terreno y era feliz, tan feliz, que a veces su alma se teñía con un dejo de
tristeza…
JUAN BURGHI
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